(re)saca o ser (seguir siendo) negativo

Es esa sensación asquerosa de querer potar bilis un lunes por la mañana, después de haber estado 24 horas de genuina resaca. Cuando ya no queda ni un mg de etanol (o metanol, en función de la calidad del garrafón suministrado en tu abrevadero preferido) en el hígado y el estómago aún sigue preguntándose lo mismo que tú: ¿por qué?
"Si es que ya no estoy para esto", es lo típico que se suele decir uno a sí mismo, pero basta con recordar anteriores (algunas célebres) resacas para darse cuenta de que nada hay de cierto en todo eso. Y que siempre fue tan doloroso (o placentero para masoquistas).
Yo siempre he asociado las célebres resacas con los días de bandera roja -o amarilla- cuando, de pie en la orilla, sientes como los pies se hunden 20cm por delante del centro de gravedad y tu culo amenaza con golpear la arena mojada. Es esa sensación con los pies bajo tierra, siendo tragado y desapareciendo lentamente la fiel conversión en movimiento lineal del descenso por gradiente producido tras todo tipo de acto social, exponiéndose ineludiblemente a los efectos de la aceleración de Coriolis de la espiral.
De vuelta al epicentro, aún siento un leve mareo o (re)saca, un nosequé que me recuerda lo jodido que puede llegar a ser acostumbrarse a estar en el foso e implícitamente querer volver, ese tal síndrome de Estocolmo, sintiendo apego por un mundo donde todo (en realidad todo es la nada) está controlado mientras se echa pestes de otro donde nada se controla dentro de un todo.
Inhalar, exhalar. Mirar al infinito y desviar la mente hacia algo en concreto. Televisión, noticias, compras, ... De nuevo la cabeza hacia abajo, la mirada fija y la mente bailando al compás con el estómago, la inercia que -afortunadamente- se siente cada vez más leve y llevadera, hasta el punto en que desaparezca y, una vez más, se la eche de menos.