miércoles, 18 de abril de 2007

Comando IC. La precuela (1ª parte)

Las persianas laminadas medio echadas, de un color beis translúcido, dejaban huecos estratégicos por los que entraban haces de luz, visibles por el polvo y motas flotantes. La atmósfera era opresiva y calurosa en el interior del aula.

En el exterior hacía un calor desmesurado y el Sol se estrellaba de lleno contra la fachada de el colegio la Salle. En la parte más alta del edificio solo una de las ventanas tenía las persianas bajadas y los cristales cerrados.

El aula ocho C era conocida en todo el colegio por distintas razones. Para unos pocos era su clase en horas lectivas, para muchos era una amenaza que se cernía sobre ellos cual espada de Damocles. Para cinco chicos era su aula de castigo, era su celda.

La habitación estaba casi llena de pupitres y sillas, y casi vacía de alumnos. Enfrente de esta minoría había una tarima alargada por donde solía pasear el profesor en horas lectivas, marcando su, elevada estratégicamente, posición de poder. Encima de él se encontraba una mesa con su silla, más grandes y más completas que las de los alumnos, remarcando nuevamente la superioridad física y jerárquica. En la pared una enorme pizarra con su “puntero”, una vara de un metro y otro claro signo fálico de autoridad. Sus usos son tan variados como antiguo es su símbolo de liderazgo. Podía empuñarse como bastón de mando, esgrimirse como arma, sostenerse como guía o apoyarse en él cual báculo sagrado. En la pared opuesta una gran corchera iba de extremo a extremo. Diversos motivos cristianos la decoraban, como se le supone a un buen colegio religioso. Destacaba entre todos el lema del mes. A espaldas de los cinco chicos se podía leer con grandes letras recortadas en cartulinas de colores: “Dejad que los niños se acerquen a Mí”.


Rondaban la quincena. Se encontraban separados entre ellos a varios pupitres de distancia. Estaban solos y nadie les vigilaba pero ninguno de ellos hablaba o se movía más de la cuenta. Podría parecer tanto que acabaran de sentarse como que llevaran así un par de horas. Silenciosos, cada uno de ellos lanzaba fugaces miradas al resto estudiándose de manera instintiva, pero, sobretodo, se embotaban en sus propios pensamientos. El calor, la media luz y el sudor que empezaba a impregnar sus cuerpos y su ropa, favorecía la introspección.

En la parte de atrás, al lado de una de las persianas, descansaba uno de los chicos. Un rayo de sol caía sobre su cabeza creando, con los destellos rojizos y dorados de su pelo, un extraño aura. Contrastaba con su aspecto: camiseta negra de Extremoduro con un dibujo del mundo con una mecha encendida y el lema: “iros todos a tomar por el culo”; vaqueros rotos a fuerza del uso, playeras sucias desgastadas con los cordones ennegrecidos sin atar. Rostro bañado en sudor y sombras, con un bozo incipiente, tiritas y un pequeño rastro de sangre seca en una de sus ventanas nasales. Nudillos pelados y mandíbula rítmica intentando disimular su aliento a tabaco mascando un chicle.

Ni siquiera era de ese colegio pero cualquiera que lo buscara le encontrará. Será en su barrio o en la zona de marcha, en su colegio o en otro, en un callejón o en el coño de la Bernarda; pero lo encontrará. No tenía nada contra el extraño adulto con sotana que le había dirigido, aún jadeante, desde el patio hasta aquella clase, el culpable y, por extensión e intrusismo, sus cuatro amigos, ya habían recibido su merecido para cuando este llegó.

Le gustaba que le llamaran Mavros. El prefijo de “capitán” se lo había ganado con sangre, sudor y absolutamente nada más.

En la otra esquina trasera, en la región más oscura de la habitación, había un segundo chico. La penumbra de alrededor podría decirse que era tanto producida por la situación alejada de las ventanas como emanada por él mismo. Su aspecto era en apariencia normal, clásico chico vestido por su madre, pero la atmósfera que lo envolvía era antinatural. Su rostro estaba enmarcado por un pelo negro encrespado, casi afro, y su mirada era de un desprecio tal que los adultos evitaban su contacto por un temor inconsciente a perder su situación de presupuesta superioridad. En lo más profundo de su mente no se encontraba un raciocinio humano normal, no pensaba con imágenes o sucesiones lógicas. Su mente programaba, y lo hacía en MS-dos. Nunca comprendió, ni seguramente comprenderá, al homo sapiens pero las computadoras, con su lenguaje binario, no tenían secretos para él. En lo más hondo de su cerebro, más allá de todas las circunvoluciones, circuitos neuronales, sinapsis y neurotransmisores, un quiste, más negro que el espacio profundo, supuraba constantemente odio y maldad en estado puro. La combinación de todos estos factores le habían llevado hasta allí.

Toda el aula de informática quedaría inutilizada meses después de infectar uno de los ordenadores con su virus. Sucesivas imágenes de mujeres desnudas, abiertas de piernas y sin rasurar, inundaban todas las pantallas, y así lo harían hasta la fecha que él había establecido. No había estado planeado que uno de los hermanos lasalianos que dirigían el colegio le pillara. Le había molestado infinitamente que lo llevaran hasta el aula ocho C de una oreja, pero había estado sonriendo todo el camino. Odiaba a los hermanos de la Salle, odiaba el colegio, odiaba a todo el puto universo.

Le gustaba que le llamaran Mö. El prefijo de “temible criatura” se lo había ganado, a pulso.

El tiempo discurría impasible. Su lento caminar iba moviendo de forma imperceptible los haces y sombras de la clase, pero la tarde acababa de empezar. En medio del aula otro chico, inmutable, permanecía sentado con la espalda recta. Su aspecto a grandes rasgos no difería de lo que se le supone a la media española: ropa de elección materna en su mayoría, pelo castaño peinado aceptablemente, reloj Casio de los de hacía un par de años; pero había algo. Su mirada de ojos castaños que parecía no pestañear, sus manos colocados inmóviles y juntas encima del pupitre, su boca recta de labios finos, rasgos faciales lineales, casi angulosos; su porte, estirado, orgulloso. Había algo que concedía a su figura un aire un tanto señorial.

Él no pertenecía a la familia lasaliana, pero la creación teórica de un adaptador de disquetes para cartuchos del Spectrum requería una biblioteca silenciosa. Había pensado por error que un colegio de pago como era la Salle, satisfaría sus necesidades pero no había contado con las cuatro crías que había habido sentadas a su lado. No eran más pequeñas que él, en realidad, pero su conversación de chicos y zapatos, sazonada con pequeños estallidos de risitas histriónicas, agudas e histéricas a media voz, le habían estado tocando los testículos a dos manos toda la mañana. Si había algo que no soportaba era la simplicidad, la llaneza mental y la impersonalidad infantil. Por desgracia las chicas y su propia ira en crecimiento exponencial le habían hecho no percatarse de Gori, como le apodaban los alumnos, el hermano de la Salle encargado de la biblioteca. Tenía la cara deformada por un pasado boxeador, y unos brazos fuertes y nervudos muy capaces de atenazar, hasta el dolor, el brazo de cualquier adolescente conflictivo.

El moretón en el bíceps le iba a durar días pero no se había arrepentido de nada, bueno, sí, de una cosa. Había pensado que la excelente mesa de roble sería más resistente. A partir de aquel momento al lado de las estúpidas firmas arañadas con la punta del compás sobre la barnizada superficie, iba a quedar para la eternidad la huella dental de la autora.

“Bien profundo, hasta la madera” había ido pensando, calmado, muy satisfecho y sacudiéndose los pelos largos enmarañados en su mano derecha, durante el camino hacia el aula de castigo.

Le gustaba que le llamaran Chush. El prefijo de “Lord” se lo había ganado por su amor a lo clásico y sus aires de nobleza.

En la parte delantera del aula, cerca de la puerta, se encontraba el cuarto chico, pelo negro y liso, mirada viva, y ropa reciclada de la usada por sus hermanos mayores. De los cinco era el único que no se merecía estar allí. A una persona se le castiga por hacer las cosas mal, no por hacerlas demasiado bien. En la clase de pretecnología de aquel día se les había dicho que construyeran un pequeño torno para perforar una delgada lámina de madera de balsa y, ¿acaso no era eso lo que él había hecho?

El profesor había dejado solos a los alumnos durante media hora, tiempo suficiente para que, el chico del que hablamos, con un primer e improvisado torno, perforara yeso y ladrillo de la pared hasta alcanzar la tubería ascendente del agua, hacer un empalme que le proporcionara la fuerza hidráulica necesaria para su segundo y mejorado torno y perforar con éxito la lámina de madera de balsa, la mesa de prácticas de conglomerado, un azulejo, el suelo de cemento, una viga, y, nuevamente, la tubería del agua, pero ahora en su versión subterránea y general.

El olor del colegio tras toda una mañana de baños escolares inutilizados, pero utilizados, termino de convencer a los hermanos de la toma de medidas disciplinarias urgentes y severas.

Le gustaba que le llamaran Gon. El sobrenombre de “Ceporrock” se lo había ganado por la combinación de su no comentada afición a la guitarra y la buena música, con sus frecuentes y nimios errores de cálculo de sus inventos.

El quinto y último chico, también en la parte frontal de la clase, perdía su mirada por entre las rendijas de la persiana. Su atuendo tampoco difería en demasía del común de los niños mortales de su época, pero su concentración y embotamiento mental eran tales que sus sentidos no captaban nada de lo que sucedía más allá de aquella pequeña franja de luz. Esta capacidad de abstracción era una constante en su vida, como por ejemplo cuando había prolongado el recreo dos horas observando una flor del jardín del colegio; o como cuando se había quedado otras dos, a la salida de clase por la tarde, acabando un dibujo iniciado en la hora anterior. El resto del mundo no entendía esta capacidad de meditación budística y lo llamaban despistado, él, por su parte, no atendía a tan triviales pensamientos.

Una de sus pasiones era el cuerpo humano, y no solo el femenino. Su afición por los entresijos de la biología, nunca mejor dicho, le hacían acercarse a las constantes caídas y accidentes de patio, y meterse en varias peleas solo por acercarse a la sangre que salpicaba desde ellas. Una vez dentro era contagiado por la violencia de su alrededor aunque sus primeras intenciones no fueran más que la pura curiosidad. Todas estas características le hacían ser algo incomprendido y era considerado como solitario, él, por su parte, no atendía a tan triviales pensamientos.

El perro del colegio, “Moro”, llevaba siendo la mascota el tiempo record de 16 años. La hora de su muerte estaba cerca, pero nadie había pensado en ella cuando lo encontraron siendo viviseccionado a manos del nombrado chico. Le hicieron lavarse sus brazos arremangados y sucios de sangre hasta el antebrazo y lo mandaron ipso facto al aula ocho C. Los hermanos de la Salle le fueron gritando todo el camino como había sido capaz de semejante carnicería. Nadie había pensado que el can ya estaba muerto cuando él lo encontró y que solo había querido averiguar la causa del fenecimiento. Todo el mundo había pensado en él como un “sin remedio”, él, por su parte, no atendía a tan triviales pensamientos.

Le gustaba que le llamaran Gallum. El prefijo de “Dr” se lo había ganado por su afición al encarnado líquido de la vida.


El mundo de los adultos y, por extensión, el mundo en general, no había sido hecho para este grupo de seres que el azar había juntado. Cualquiera los habría considerado como enajenados pero en el ambiente hostil en el que habitaban, solo los locos conseguían sobrevivir, mas ¿no son, acaso, los que sobreviven los únicos que pueden juzgar qué es la cordura?

La inquietud había ido subiendo imperceptiblemente a cada instante. Cada uno de ellos empezaba a impacientarse y aburrirse más de lo que toleraba. Sus movimientos eran cada vez más frecuentes, más amplios. No se habían conocido hasta aquel momento pero su común desprecio por las reglas establecidas y su indomabilidad orientaba su siguiente línea de acción y pensamiento. Todos se habían hecho una idea de la utilidad y el posible uso del resto de extraños chicos que lo rodeaban. Inconscientemente, todos habían empezado a pensar como un comando.

5 comentarios:

Gallum dijo...

Ya no podía más. Estaba tan enganchado y picado al comando IC y su secuela que me he visto obligado a actuar. En un momento de infinito aburrimiento, mientras estudiaba, la musa acudió a mi y me deleito con estas páginas. He intentado respetar la idea original y la de su secuela, e intentaré que continue del mismo modo en esta nueva rama de la saga.


PD:En caso de queja habeis de saber que todo parecido con la realidad es pura casualidad. La historia que se cuenta, sus detalles y sobretodo sus personajes son ficción.

Ceporrock dijo...

QUÉ-DESCOJONO.
XDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDD

dijo...

Me pido prenderle fuego a Sofía!

Chush dijo...

Muchas gracias Gar, me has alegrado un día nefasto.
Tremenda la descripción de Mö, insuperable.
Que esto siga así XDD

Mavros dijo...

jajajaja cojonudo, brutal, increíble. He lanzado varias carcajadas durante la lectura. Me estáis poniendo el listón altísimo, continuar con el comando IC se está convirtiendo en una gran responsabilidad